domingo, 25 de mayo de 2008

Cuento del domingo. Cuento 3.

¿Qué posibilidad hay de que dos personas, en dos sitios distintos, piensen en la misma canción, el mismo día? En una canción que ni siquiera está de moda...

Es domingo y aunque ha sido un domingo que empezó lluvioso ha salido el sol. Más brillante que nunca.

Y como cada domingo...el cuento.

El parque

En aquel parque el sol de la mañana caía como una suave sábana de terciopelo.
Despacio se despertaba la vida, inundando cada rincón con el vaho inconfundible de la tristeza que está a punto de desaparecer.
Allí cada mañana se sentaba una madre con su carrito. Todos los paseantes perdían un instante, un minuto, un trozo de su tiempo en contemplarla.
Cada mañana repetía el mismo ritual. Se sentaba en el mismo banco, colocaba con mimo el carrito delante de ella y empezaba a mecerlo tan suavemente que maravillaba que el carro se desplazara.
El charcutero esperaba ansioso que llegaran las once para bajar el toldo. Llevaba meses enamorado de aquella mirada perdida que parecía no querer encontrarse jamás con la suya. Pasaba la mayor parte de la mañana imaginando historias de amor con su protagonista, cortando trozos de fiambre mientas añadía a su vida la especie salada que da el amor no correspondido. Soñaba que un día entraba a su tienda y ese pensar le hacía conmover su interior como se conmueve un amante con el abrazo furtivo. Recibía el mediodía acariciando la idea de que fuese mañana cuando ella lo mirara.
La niñera del segundo piso también se paraba a mirarla. De camino a la guardería paraba al niño que, medio dormido, cargaba la maleta en una mano y el pesado desayuno en la otra. Aquella muchacha menuda se perdía al mirarla en pensamientos de pañales, leche calentita y olor dulzón.
Cuando se daba cuenta de lo tarde que era volvía a la realidad, dando un tirón al crío, que cada mañana volvía a despertar en aquella acera, con las manos ocupadas.
El chico que traía el correo la envidiaba. Tras esa sonrisa no habría facturas sin pagar, ni una economía que hacía equilibrio entre los meses con afán de protagonismo. Se paraba a mirarla y sus facturas, sus problemas quedaban ocultos en algún lugar, ni siquiera la envidia soportaba la seducción de aquella sonrisa.
La anciana que cada día sacaba a pasear a su perro se recreaba mirándola. Le centrifugaba en su interior un sentimiento maternal que aún le pellizcaba el alma.
Había pasado tanto tiempo emborrachada de olvido que esa escena íntima hacía brotar los tallos más espesos de cansancio y melancolía. Se balanceaba con el carrito hasta que un tironazo de la correa la devolvía a la realidad y con una mirada enjuagada de hastío seguía su camino.
A la chica que siempre tenía prisa, aquella mujer le producía un nudo en el estómago. La imagen que cada mañana le recordaba que para llegar lejos en su trabajo tenía que renunciar a esas horas compartidas en el parque. Le mostraba que su vida no era más que un aristocrático menosprecio por las normas sociales. Cada mañana se sorprendía regalando una sonrisa efímera y tranquila hacia un lugar que rechazaba ocupar. Una mezcla de confusión y desesperanza aceleraban su paso, alejándose con él de las dudas y miedos.
Un estudiante se sentaba en el banco de enfrente cada mañana. Repasaba los apuntes apartados el día anterior por mil cosas más importantes. Aquella mañana su banco estaba ocupado por una pareja que juraba no querer compañía.
Atraído por el suave cantar de la mujer y la musicalidad del carrito al moverse, se sentó junto a ellos.
Levantó la cabeza para mirar al bebé, por pura cortesía, al interpretar una mirada de la madre como una invitación a compartir un balbuceo.
Cuando miró el carrito, éste se encontraba completamente vacío.
Y es que cada persona, incluso con los ojos muy abiertos, ve tan solo lo que quiere ver...


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